El último baile del equipo de Miguel

Todo aquel que guste de la NBA (o que al menos haya seguido las transmisiones nocturnas de ESPN y TNT durante buena parte de la década del 90) sabe decodificar sin problemas la secuencia 72-10. Es casi tan identificatoria de aquella época como el grunge, MTV, Friends y el Windows. Mientras los Chicago Bulls ganaban 72 de los 82 partidos de la serie regular de la liga de básquet más importante del mundo, Deep Blue le ganaba a Gary Kasparov, nacía la oveja Dolly, Lady Di y el Príncipe Carlos se divorciaban y dos nuevas muertes trágicas ponían en marcha a la industria discográfica: el rapero Tupac era asesinado en Las Vegas y la cantante tropical Gilda perdía la vida en un siniestro vial.

 Aquel 72-10 era algo más que un récord: era la confirmación de que Michael Jordan era el más grande jugador de todos los tiempos, y que aquellos Bulls serían recordados como uno de los equipos más memorables. Jordan, Pippen, Rodman, Kukoc, Kerr, Longley, Harper, Wennington y Buechler todavía salen casi de memoria. Así como la formación de Racing del 67 siempre será “El equipo de José”, los Bulls de Phil Jackson que ganaron seis títulos en los ’90 serán por siempre el equipo de Jordan.

Quizá por eso el propio Jordan haya permitido que las cámaras registren la intimidad de su última temporada 1997/1998, que haya guardado todo ese material fílmico durante más de 20 años y que recién en 2016 -justo cuando Golden State Warriors rompía el récord de los Bulls, con 73 victorias y 9 derrotas, aunque sin salir campeón- haya decidido que era el momento de hacer algo con todo eso. Sucedió cuando un equipo y otro jugador -LeBron James, quien finalmente ganó el anillo- amenazaron su legado. Porque, justamente, The Last Dance (“El último baile”, disponible en Netflix) funciona como un recuerdo: de la grandeza de un equipo de básquet, de la genialidad de un jugador, y de cómo se vivía y se comunicaba en un tiempo sin redes sociales ni internet al alcance de todos. Un retrato de época en el que los Bulls le mostraron al mundo qué hace a este deporte tan especial.

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 Entre 1990 y 1993, los Chicago Bulls lograron ubicarse junto a ese puñado de equipos memorables. Los Lakers y los Celtics habían tenido sus propias dinastías, y ahora era el tiempo de los Bulls. Los de Chicago contaban con Michael Jordan desde la temporada de 1984, pero por experiencia propia concluyeron en que los equipos no se construyen en dos días y en que el individualismo no gana torneos.

Desde 1989, siempre bajo la dirección de Phil Jackson, los Bulls habían trabajado en una filosofía de juego que iba un poco en contra de la espectacularidad propuesta por la NBA, pero que a la vez le terminaría dando resultado. Jackson tenía en su equipo técnico a Tex Winter, un veterano entrenador que proponía lo que se llamó ofensiva triangular o de triple poste. Winter había tenido tiempo de explicarla en cada equipo universitario que había dirigido, pero en la NBA eso era más difícil. El triángulo ofensivo requería de que los más habilidosos con la pelota, los bases, jugaran con los menos habilidosos, los pivotes. “Jordan estaba ahí, jugando con estos tipos, y aunque él tenía un gran respeto por todos como jugadores, yo creo que pensaba: ‘¿Por qué debería pasarle la pelota cuando tengo la habilidad de anotar yo solo o de hacer todo yo mismo?'”, recuerda John Paxson, base de los Bulls, en el libro Michael Jordan. The Life, de Roland Lazenby.

Los Bulls se forjaron desde atrás, porque la defensa era tanto o más importante que el ataque. “Nuestro primer entrenamiento fue el más difícil que recuerde”, dice Paxson, “estuvo orientado a todo lo defensivo. Phil básicamente nos hizo un equipo de presión. Y eso necesitaba un abordaje competitivo. Jackson hizo eso posible poniendo a Jordan y Pippen uno contra otro. MJ tenía a Pippen todos los días contra él. Muchas veces Phil ponía a los mejores en el equipo de Pippen y a los más irregulares con Jordan. La competencia era feroz”.

El éxito no fue instantáneo. En las prácticas, Jackson empezaba a armar el equipo que tenía en mente, pero en la cancha casi siempre tropezaba con alguien que tenía su propia fórmula de eficacia comprobada. Y mientras eso sucedía, los egos también se acomodaban. “Hubo veces en las que yo hubiera dicho ‘dejemos que Michael tenga más jugadas personales’, pero Jackson insistía en que no”, recuerda Winter en el mismo libro de Lazenby. “Es crédito de él haber sostenido esa filosofía de juego, porque ese sistema hizo que los Bulls sean distintos a cualquier otro equipo de la NBA”.

Jordan -que era el mejor, que era capaz de volar y de ganar partidos casi por su cuenta- aprendió a jugar en equipo. Había encontrado en Pippen al perfecto secuaz y contaba con compañeros a la altura de sus ambiciones. Así como Rodman, Kukoc, Kerr y compañía lo secundaron en su último tricampeonato, fueron Grant, Cartwrith, Paxson y Oakley quienes le hicieron quinteto al comienzo de la década. Y con ellos ganó, no uno, sino tres anillos. “Algo que voy a recordar por siempre es la danza de los Bulls, y a todos los demás sentados, mirando”, dijo Jim Durham, el histórico relator de las campañas de Chicago.

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 La NBA fue creada en 1946, luego de la fusión de distintas ligas de básquet de Estados Unidos y Canadá. El primer juego, de hecho, fue en Canadá, entre los Toronto Huskies y los New York Knickerbockers. Hacia 1950, cuando se la empezó a conocer bajo su actual denominación de National Basketball Association, tenía apenas una decena de equipos y una reputación algo difícil. Sin un contrato importante de televisación, perdía en audiencia y en popularidad frente al fútbol americano, al baseball y al hockey sobre hielo; y le llevaría varias décadas mejorar su status. Lo lograría en parte gracias a algunas estrellas -Dr. J, Wilt Chamberlain, Kareem Abdul-Jabbar, Larry Bird, Magic Johnson- y a una figura que llevaba el cargo de “comisionado”, puesto que entre 1984 y 2014 fue ocupado por David Stern.

Bajo la conducción de Stern, la NBA se convirtió en una liga global, con millones de espectadores en todo el mundo, partidos de exhibición y training camps en distintas ciudades y jugadores de diferentes nacionalidades y orígenes. La NBA dejó de ser una liga de marginales para ser el entretenimiento perfecto. La experiencia de ir a ver un partido se convirtió en un objetivo turístico que hoy vale cada centavo. Está el partido, sí, pero también están los estadios que ofrecen una visión total desde cualquier asiento, los acomodadores (muchos de ellos adultos mayores) que hacen su trabajo con una sonrisa, el show del entretiempo (y de cada tiempo muerto, por lo que es imposible aburrirse), las cheerleaders, la política de puertas abiertas a los vestuarios hacia la prensa. Todo, hasta el más mínimo detalle, estaba pensado para funcionar bien y que no sólo los jugadores sean los embajadores de la liga, sino cada uno de sus trabajadores.

Fue Stern quien, en 1984, recibió a Adrián Paenza en su oficina de Manhattan para cerrar un acuerdo gracias al cual Canal 9 podía emitir un resumen semanal con lo mejor de la liga. Acordaron el precio de 2000 dólares anuales. La magia de la NBA -los domingos a la medianoche, después de Fútbol de Primera- era una cita obligada, casi lo único que podía verse cuando todavía no existía ni el dial-up. Como dijo alguna vez Manu Ginóbili: “Cuando era chico ni siquiera pensaba en jugar en la NBA. Nadie de la Argentina jugaba en la NBA cuando tenía diez años. Yo crecí mirando resúmenes de Jordan y pensando que era un tipo de otro planeta”. Porque así era todo en esos años: si un adolescente de Argentina (quien escribe, por ejemplo) no podía quedarse mirando hasta el final del partido porque al otro día tenía que madrugar para estudiar, tenía que esperar otras 24 horas para enterarse del resultado del partido que había visto la noche anterior. Un mínimo recuadro en el diario y alguna revista importada de España que se conseguía en los kioscos del Microcentro era todo lo que había.

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 Jordan había ganado tres títulos, pero había perdido todas las motivaciones. Eso fue al menos lo que dijo cuando se retiró por primera vez. El 6 de octubre de 1993 anunció que dejaba el básquet para jugar al baseball, una experiencia que para todos los analistas de ese deporte nunca funcionó, pero para él sí. Ese argumento oficial chocaba contra otras dos situaciones que Jordan estaba atravesando. En primer lugar, el duelo por la muerte de su padre, asesinado en julio de 1993 por dos adolescentes que le robaron su lujoso Lexus. En segundo lugar, una investigación de la NBA por los conocidos problemas con el juego que tenía Jordan y que, según decían algunas fuentes, lo llevaron a perder más de un millón de dólares en un campo de golf. Stern negó en más de una oportunidad que el retiro de Jordan haya sido una suspensión encubierta.

Durante los 18 meses sin Jordan, Chicago Bulls no ganó ningún título, pero aún así formó ese equipo que se repite casi de memoria. El 18 de marzo de 1995, Jordan emitió un comunicado a través de su agente, David Falk, con sólo dos palabras: “I’m back”. La maquinaria se ponía en marcha nuevamente y Champion mandó a fabricar nuevas camisetas con el 45, el número que había elegido MJ para su regreso. El esfuerzo de los Bulls no alcanzó para esa misma temporada, pero sí para la siguiente, con la secuencia 72-10 y la final frente a los desaparecidos Seattle Supersonics. “Podríamos discutir si el equipo de aquella temporada fue el mejor de todos los tiempos, pero sería una discusión limitada”, le dice a LA NACION revista Roland Lazenby, el autor del libro antes citado. “De lo que no tengo dudas es de que era el equipo que más motivaciones tuvo en la historia. Jordan empezó la temporada hecho una furia y no se le pasó hasta salir campeón”, agrega.

“The Last Dance” es el resumen de más de 500 horas de film (sí, se grabó en película, ya que no había cámaras digitales) obtenidas con el permiso exclusivo de Jerry Reinsdorf primero (el dueño de los Bulls), de Phil Jackson después y de Jordan al final. Según cuenta Adam Silver, actual comisionado de la liga y responsable de NBA Entertainment en aquel entonces, convencer a Jordan de mostrar su intimidad no fue fácil ni rápido. En la previa de la última temporada, en la que ese equipo de veteranos no sabía si iban a volver a jugar juntos, Silver le ofreció a Jordan lo único a lo que no podía negarse: control sobre el material. Tenían que decidir rápido si podían registrar el material, pero sería Jordan quien lo tenga a resguardo todo el tiempo que quisiera. Físicamente, incluso, los films estaban guardados en un lugar aparte del archivo que la NBA posee en Secaucus, Nueva Jersey. Y no fue hasta que a Jordan le pareció bien que se pusieron a trabajar con él.

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Es 2016. En la oficina de Jordan en el estadio de Charlotte, el productor Michael Tollin tiene lista una presentación que pretende convencer a MJ de que es el momento ideal para contar la historia. “La primera página era una nota que le escribí”, le contó Tollin a ESPN. “Querido Michael, todos los días vienen chicos a mi oficina que usan tus zapatillas, pero que nunca te vieron jugar. Es hora de que lo hagan”. Jordan mira los antecedentes de Tollin y le pregunta si es verdad que él hizo “Iverson”, el documental sobre el jugador de Philadelphia 76ers. “Lo vi tres veces, me hizo llorar”, le dice. Y le extiende la mano y le dice “ok, hagámoslo”. Ese mismo día los Cleveland Cavaliers de LeBron están festejando su campeonato, después de haberle ganado la final a los Warriors, el equipo de la secuencia 73-9 que nadie recuerda.

Publicada en La Nación Revista.