El punk a la vuelta de la esquina

Hubo un período de tiempo en el que punk rock fue prácticamente ilegal. Ningún club o espacio para recitales quería programar fechas con bandas punk. El temor a que se generen hechos de violencia, a la represión policial y a la clausura predominaban por sobre cualquier otro factor. No importaba si la banda llevaba 50 personas o 500: lo mejor era tenerlas lejos. La consecuencia fue directa: los grupos y sus integrantes crearon su propia escena, un mapa de bandas, sub-estilos, ideologías, sellos discográficos, prácticas, medios de comunicación y lugares para tocar que terminarían siendo propios. Los punks no se sumaron a ninguna cultura: la crearon. Pasó en Nueva York, pasó en Buenos Aires, pasó en Berlín y también pasó en San Francisco. Allí, al este de la bahía, en la misma ciudad que vio nacer a Creedence Clearwater Revival, a Metallica y a MC Hammer; y con el 924 de Gilman Street como ojo de la tormenta, existió un espacio en el que todos querían ser diferentes a los demás, pero que compartían suficientes cosas como para poder ser agrupados y conocidos en el tiempo como los punks de East Bay.

Gilman fue a la East Bay lo que el CBGB fue a Nueva York, lo que el SO36 a Berlín y lo que Cemento a Buenos Aires. En años de reaganomics, de Guerra Fría, de Dinastía como cita obligada frente al televisor, de Nelson Piquet como astro máximo de la Fórmula 1 y de “We are the world” como canto global, el punk encontró una manera de dialogar con la sociedad. De eso se trata “Turn it around: The story of East Bay punk” (a proyectarse durante el Rock N’ Doc Festival, festival de Cine y Música, del 6 al 12 de septiembre en Hoyts Abasto), un documental que comprime más de una década de historia, que aunque haga foco en la música y en la explosión final de Green Day (productores del film), también se ocupa de mostrar la manera en que se hacían las cosas en aquella época, sin dinero y sin internet, pero con un entusiasmo y un sentimiento de comunidad indestructibles.

Turn it Around es una historia de persistencia, de no rendirse, de no dejar que nadie te diga lo que tenés que hacer con tu creatividad”, dice el director y guionista Corbett Redford, quien en 2014 recibió el llamado de Billie Joe Armstrong (cantante de Green Day) preguntándole si conocía a alguien que pudiera dirigir esta película. “Fui a la secundaria con los muchachos de la banda, y en ese momento había mucha gente involucrada en el mismo ambiente, pero desde distintos lugares. Estaban los músicos, por supuesto, pero también había activistas, promotores de shows, artistas visuales y diseñadores gráficos”, dice. Cuando Billie me contó la idea de hacer una película que cuente cómo fue toda esa movida en ese momento, le dije que yo podía hacerla. No había hecho cine hasta el momento, apenas algunos videos y trabajos como director de arte; pero sabía que podía hacerlo. Fue una actitud punk, supongo”.

El retrato de una época

Los cimientos del punk californiano fueron colocados a finales de la década del ‘70. Si bien las bandas punks más populares surgieron principalmente en ciudades como Nueva York o Londres (Ramones, Sex Pistols, The Clash, The Damned), lo cierto es que Los Angeles metabolizó su propia versión de los tres tonos y la distorsión. Bandas como The Germs, The Runaways, Social Distortion y The Dead Kennedys fueron quienes marcaron el one two three four de la costa oeste. Sin embargo, a un nivel más popular, se llama punk californiano o punk melódico a la oleada de bandas que acompañaron el éxito multiplatino de Green Day a mediados de los ‘90. La repentina aprobación del grupo sometió a las discográficas a la dictadura de la moda y a intentar aprovechar el momento fichando a bandas que ya tenían varios años de carrera, como como The Offspring, NOFX, Bad Religion, Rancid, Sublime y Weezer, entre otras. Cualquiera de ellas podía ser la próxima Green Day. De buenas a primeras todos eran punks, incluso MTV.

Turn it Around  funciona como un retrato de época. Con 150 entrevistados que juntos suman más de 500 horas de grabaciones y un poderoso material de archivo, pone en imágenes todo aquello que los protagonistas cuentan. El relato, lejos de la voz del director, se vuelve real y colectivo. Y equilibrado: “Había demasiadas historias para contar, y tratamos de que haya diversidad en ellas”, dice Redford. Lo interesante es que el documental cuenta con voces propias (Jello Biafra de los Dead Kennedys; Fat Mike de NOFX, Tim Armstrong de Operation Ivy y Rancid, Brett Gurewitz de Bad Religion), pero también ajenas, aquellas que fueron testigos de ese momento aún sin pertenecer a él, como Kirk Hammett de Metallica y Duff McKagan de Guns N’ Roses, que reconocen a la East Bay de San Francisco como una de las escenas más calientes de la época.

Motivos no faltaban. Una vez asentados (e incluso consumidos) los grupos integrantes de las dos primeras olas del punk (desde Stooges hasta Television, Ramones y Sex Pistols), la escena comenzó a formarse de manera espontánea. Existía la necesidad de hacer, casi como una pulsión adolescente imposible de reprimir. Era habitual que las bandas toquen en los jardines, patios y garages de las casas, sin escenarios que los sitúen por encima de nadie. El pogo y el circle pit (una forma de baile muy propia del punk y el hardcore) se entremezclaban con la banda. Y estaba bien que así sea. “No hacían eso para firmar un contrato, lo hacían porque les gustaba esa energía y les gustaba molestar a la gente”, recuerda Biafra.

Una vez que las casas quedaron chicas fue que la comunidad adoptó como espacio propio a The Gilman, un club de música del condado de Berkeley que sirvió como punto de encuentro, de contención y de desarrollo de todos esos adolescentes que no sólo compartían el gusto por un mismo estilo de música, sino que también supieron poner en práctica una forma de organización colectiva que expulsaba a toda forma de violencia e intolerancia. Al Gilman eran bienvenidas personas de todas las edades, todas las elecciones sexuales y todas las posturas políticas, aunque en este último aspecto la idea dominante fuera la de la anarquía, o al menos del autogobierno. El punk tenía una reputación de ser nihilista, pero esta escena se trataba más bien de “sigamos así, mantengámosla unida”.

Pero el espíritu de libertad no siempre se llevó bien con la época, aún en una ciudad que todavía es sinónimo de nuevas ideas y activismo social. En (casi) cualquiera de sus encarnaciones, el punk no sólo fue una respuesta a la autoridad, también sirvió para rechazar los movimientos populares imperantes. Eso le valió la simpatía de unos y la antipatía de otros. No fueron pocos los intentos de Dianne Feinstein, la demócrata alcalde de San Francisco, de cerrar al Gilman. Tampoco faltaron los skinheads, que intentaron adueñarse del espacio por la fuerza. En ambos casos la respuesta fue la misma: uniforme, todos juntos y en la misma dirección. Ni la clase política ni la violencia nacionalista le iban a quitar al punk su espacio.

Del under a la masividad al under

Conforme pasaba el tiempo y Gilman se volvía más y más popular, surgieron otro tipo de proyectos. Lookout Records se convirtió en el sello fundacional del movimiento, Maximum Rock N’ Roll fue la revista/fanzine donde los músicos y sus bandas se daban a conocer y The List funcionó como una guía de conciertos similar a la cartelera del Suplemento Sí! en tiempos sin internet. Las mujeres tomaron un protagonismo inédito hasta el momento. “Las que más asustaban eran las mujeres. Eso no era algo normal, pero estaba bueno”, dice Fat Mike en el film.

Pero no todo era disfrute y crecimiento en la East Bay. Tres años antes de que Nirvana le anunciara al mundo que el éxito de Nevermind era más de lo que podía soportar, Operation Ivy -banda fundacional del ska-punk y acto frecuente en Gilman- sintió que tocar para 2000 personas no era lo mismo que hacerlo para 50 amigos. Hacer giras y grabar discos se estaban pareciendo demasiado a un trabajo. El éxito, a su vez, tampoco era algo que el público estuviera dispuesto a aceptar. El punk podía tolerar variantes y cambios, pero no el éxito. Se suponía que ahí eran todos iguales, que no había diferencias. La banda decidió separarse y su líder, Tim Armstrong, entró en una profunda depresión.

Mientras Tim Armstrong intentaba escaparse de sus problemas tomando alcohol, Green Day empezaba a tomar su forma definitiva. Su energía sobre el escenario, su velocidad guitarrera y -sobre todo- su irresistible encanto pop (el mismo que un año antes lo dejaba afuera de Gilman por no ser tan crudo como los estándares del lugar esperaban) situaron a la banda en un lugar de privilegio, aunque incómodo: debían optar entre la aventura de la independencia o la comodidad del contrato con una multinacional. Lo que pasó después ya es historia conocida.

Hacia 1994 ya no había vuelta atrás. El público había tomado la actitud de Green Day como algo personal. Dijeron que era una contradicción con los ideales del punk, con el concepto del “do it yourself”. La gente, la misma que hasta hace poco los iba a ver, los odió. Decenas de cartas de lectores llegaban a Maximum Rock N’ Roll acusándolos de vendidos. Muchos sentenciaron que con ellos había muerto el punk. “Entiendo como se sintieron los fans, pero yo no iba a volver a trabajar en una cocina si podía hacer que me paguen por hacer lo que me gusta”, dice el bajista Mike Dirnt casi al final. Las chances de que un grupo punk que empezó tocando en el jardín de una casa y luego en un espacio cooperativo triunfe, eran mínimas. Una lotería. Un juego que ellos ganaron y que todavía hoy, con Gilman funcionando, muchas bandas juegan. Y no hay motivo alguno para pensar que esto no pueda volver a pasar. Quizás, incluso, ya haya sucedido.