Educar al predictivo

Empiezo a escribir este texto mientras se configura mi nuevo teléfono. El avance de la tecnología hace que decir “se configura” no sea un error: el proceso ya no depende de mí. No hace falta más que prenderlo, elegir el idioma, ingresar el nombre de mi cuenta de Google y listo, puedo ponerme a escribir mientras la tecnología hace su parte.

Ustedes son muy jóvenes, pero hace cuánto… ¿diez años? configurar un teléfono llevaba tiempo y las posibilidades de perder algún tipo de información eran altas.

“Tu línea, tus contactos” prometían las operadoras móviles. Todo se reducía a un chip y el marketing, más que una solución, nos vendía un concepto de modernidad incipiente. Todo cabía en el chip, aunque más tarde cambiaría de tamaño y a veces había que cortarlo con la tijera, hasta que al final alguien tuvo la idea de que podía ser adaptable a todos los celulares. Ahí mismo cabían todos tus contactos, pero casi nadie entendía bien si los guardaba en el teléfono o en el chip; así que algunas veces se perdían.

Para solucionar eso existía un aparatito que servía para hacer backups de contactos. Una especie de cajita donde metías el chip (nadie decía SIM) y copiaba tu información. Era el típico regalo empresarial o el merchandising que ofrecían bancos y empresas. Hoy se consigue como objeto vintage por $300.

Hasta que llegaron las apps. Esto de tener aplicaciones para todo es bastante reciente. Debería ponerme a Googlear desde cuándo, pero la idea es escribir hasta que mi nuevo teléfono –un Moto G9 Plus– quede igualito al anterior -un Motorola One Macro-.

Soy un animal de hábitos y cuando digo igualito es igualito: me copia las aplicaciones, el fondo de pantalla, el orden de los íconos, el historial de llamadas, los SMS y las claves de todas las WiFi que a las que alguna vez me conecté. Todo gracias a “la nube”, un concepto tan cómodo como amigo de las conspiraciones: demasiada información en manos de gente a la que nunca conoceremos, pero a la que le confiamos más que a nuestras personas más cercanas.

Ya casi. Al lector de huellas digitales le configuré tres dedos, para desbloquearlo fácil en distintas posiciones. Mi pantalla principal es casi la misma desde hace como tres teléfonos: Whatsapp, Maps y Waze, Cámara y Fotos, Spotify, Instagram, Twitter y Facebook (aunque ya no lo use más que para saber los cumpleaños). Calendar, Keep y Gmail, para no olvidar que el teléfono es, además, una herramienta de trabajo. El TOC de no dejar notificaciones pendientes permanece intacto.

Whatsapp me avisa que acaba de restaurar 15197 mensajes de los 710 contactos que tengo almacenados en mi cuenta. Lo primero que hago es probar la cámara: 64MP, con inteligencia artificial y más funciones de las que alguna vez voy a utilizar, pero que es lindo que estén. La macro y el gran angular: los chiches hermosos. Una contra: todos mis niveles superados de Plantas Vs. Zombies 2 se almacenan de manera local: o empiezo todo de nuevo o busco algún hack para recuperar mis medallas.


¿Cuánto tiempo lleva tener un teléfono nuevo pero no tan nuevo como para que no sea un desconocido? ¿20 minutos? ¿25? Todo parece estar en su lugar, salvo cuando empiezo a tipear mis primeras palabras. Permiso, dejo acá este texto porque tengo que empezar a educar al predictivo.