Porqué la NBA es el show perfecto

Pasaron 35 minutos desde que terminó el partido, y Arron Afflalo continúa cubierto sólo con un toallón, sin poder vestirse. Ya lleva ocho temporadas como profesional en la NBA, pero todavía no se acostumbra a ciertas situaciones. Recién casi lo consigue, pero justo su compañero de los New York Knicks, el francés Kevin Seraphin -que fue el jugador clave en el triunfo de su equipo y la figura más buscada por la prensa después de los ataques terroristas en París- se dispuso atender a la docena de periodistas que lo esperaban; y se resigna, con los brazos en jarra. Afflalo no es tímido, pero las dos periodistas mujeres presentes en el vestuario lo obligan a guardarse dentro de la toalla que separa su humanidad del resto. Antes del partido no tuvo problemas en dejar caer su toalla y mostrar su culo de acero, que bien podría haber sido esculpido por Leonardo Da Vinci. Ya resignado y con ganas de irse a casa a disfrutar de lo que queda del domingo, Arron toma su boxer y con cierta admirable destreza, lo pone en su lugar sin quitarse la toalla. Y así con el pantalón y las medias. Ya vestido, saluda y nadie le responde, como si fuera invisible, a pesar de sus casi dos metros de altura.

Los vestuarios son sagrados, pero las reglas de marketing de la NBA son claras, por lo que ciertos sacrilegios están permitidos, entre ellos que la prensa acreditada pueda entrar y charlar con los jugadores mientras ellos dejan sus largos y caros atuendos de calle para reemplazarlos por la larga y cara ropa deportiva. La política de puertas abiertas es un comportamiento casi exclusivo de la liga de básquet más importante del mundo, y se debe en parte a la necesidad (propia y ajena) de mostrarse y ver porqué todo funciona como funciona. El control es total, y es por eso que recibo la orden de no sacar fotos en el vestuario, un espacio alfombrado y revestido en madera, de no más de 10×10, en el que todo huele a nuevo, y no a huevo. “Las camisetas y pantaloncitos se usan una sola vez, y las zapatillas dos como máximo”, cuentan. ¿Jugadores malcriados o biencuidados? La NBA destina mucho dinero a caridad, por lo que buena parte de la indumentaria suele ser entregada para realizar subastas, en especial esas camisetas con las que los jugadores convierten 60 puntos en un partido y que después se ven exhibidas en las galerías del estadio.

El Madison Square Garden es una mole de hierro y hormigón ubicada sobre la estación Pennsylvania -entre la Séptima y la Octava Avenida, a la altura de la calle 33, en Manhattan- que no sólo es el lugar donde los Knicks juegan como locales, sino que también es la casa de los Rangers (el equipo de hockey sobre hielo) y de todo gran espectáculo que pase por la ciudad, desde peleas de box o lucha libre hasta conciertos. Su imagen sólida y robusta contrasta con su historia: es un estadio nómade, que cambió de ubicación tres veces hasta ocupar su manzana actual, desde 1968. En 2013, la alcaldía de Nueva York le dio un plazo de 10 años a los propietarios para demoler el estadio, y así poder realizar modificaciones en la Penn Station. “No creemos que prospere, se acaban de invertir 500 millones de dólares en reformas”, sugieren en voz baja, “son anuncios para dejar contenta a la gente, pero que luego quedan en la nada”.

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Es domingo y es mediodía, y nada en la calle hace pensar que dentro del MSG esté por empezar un partido. La ciudad tiene un ritmo tan propio que ni siquiera las 18 mil personas que esperan que empiece el partido entre los New York Knicks y los New Orleans Pelicans consiguen modificarlo: ni ahora, cuando el tráfico de la Séptima Avenida fluye hacia el Downtown sin ningún tipo de interrupción; ni al terminar el partido, cuando las salidas escurran a la gente y no dejen rastro alguno de que el equipo local acaba de obtener un cómodo triunfo por 95 a 87. Otra vez adentro, los puestos y tiendas que hasta hace una hora vendían camisetas, remeras, manoplas y gorras azules y naranjas, empiezan a vestirse de rojo, azul y blanco, los colores de los Rangers, que esta noche jugarán un partido sobre el hielo que hasta recién estaba cubierto por el parqué. No hay demoras, no hay estrés, no hay fricciones. Si no fuera porque en cada rincón del estadio hay una persona en su puesto de trabajo, pareciera que todo acá funciona solo.

Además de ser la liga profesional de básquet de los Estados Unidos, la NBA es un producto integral, un combo tan perfecto y exportable como nunca serán el baseball, el hockey o el fútbol americano; un mix global de entretenimiento, deporte y tecnología, que genera identificación en cada ciudad que posee un equipo, pero también ganas de pertenecer donde no lo hay. Cada partido dosifica porciones precisas de música (“Fight for your rights”, de Beastie Boys, “You could be mine”, de Guns N’ Roses, “Thunderstruck”, de AC/DC, que sirven para arengar al público), de entretenimiento (shows de perros, concurso de volcadas para chicos, cheerleaders, hashtags de Twitter posibles gracias a la Wi-Fi gratuita del estadio, pistolas lanzadoras de remeras y “Match the emoji”, un juego en el que cada uno de los enfocados y que se ve en las pantallas gigantes tiene que imitar a un determinado emoji). Cientos de restaurantes y puestos de comida rápida abastecen con cantidades XXL de nachos, hot-dogs, gaseosas y cervezas. Una vez adentro no importa por qué equipo se aliente: el efecto Knicks es tan fuerte que siempre será mejor que gane el local, porque de eso dependerá el humor del estadio.

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Varias paredes, escaleras, ascensores y puertas adentro, la zona de vestuarios es un laberinto custodiado por hombres de negro con handies y caras serias, pero que siempre ayudan con amabilidad a que nadie se pierda. En la NBA se trabaja para que nadie tenga nada malo para decir sobre ellos (es por eso que no sólo el área de Relaciones Públicas acostumbra a responder cada simple consulta que les llegue desde cualquier parte del planeta) sino para que también los jugadores novatos sean sometidos a un internado de 4 días en los que son entrenados en las prácticas de relacionarse con la prensa y el público, en el que aprenden cómo una mala elección personal puede afectar sus carreras profesionales. “Tiger Woods”, suelen ser las palabras que ejemplifican todo, aún cuando se trate de otro deporte. En la NBA todo se cuantifica en dinero, pero también en algo muy propio de la idiosincrasia estadounidense: el deseo de ser los mejores. Y eso se percibe no sólo en el gran show final que constituye el partido: también en ese mail respondido o en esa indicación acompañada con una sonrisa.

(Photo by Andrew D. Bernstein/NBAE via Getty Images)

El sector local es puro silencio: al ser domingo y estar en casa, los jugadores llegan de a poco en sus propios autos, siempre negros y siempre polarizados; y mientras algunos se visten y hacen chistes con la prensa, otros se aburren o juegan con sus tablets y reparten entre sus amigos y familiares las invitaciones que la organización les cede para cada partido. Algunos se sirven de los pochoclos y las frutas del catering, y otros se cortan las uñas de los pies como si estuvieran solos en casa, y no rodeados de medios y personal del estadio. A pocos metros, en el vestuario de los Pelicans el aire es muy distinto: el clima es de guerra, y el hip-hop en volumen 11 sirve para que a nadie se le ocurra relajarse. Anthony Davis, al que los periodistas en la sala de prensa señalan como la próxima gran figura de la liga, deja en el piso una mochila que en sus manos parece una riñonera, y responde preguntas mientras se quita las medias, afloja su cinturón y deja ver sus abdominales de mármol.

Los Knicks son un equipo con mística, pero sin suerte. Anotaron la primera canasta de la historia de la liga y es una de las franquicias más cotizadas de la NBA, pero no ganan un torneo desde 1973. Aún así, y bajo la dirección de Phil Jackson -histórico jugador de los Knicks campeones, entrenador y ganador de 11 anillos con los Lakers y con los Chicago Bulls de Michael Jordan- se espera que este año puedan llegar a los playoffs. Jackson, que practica y promueve la filosofía oriental (lo apodan Maestro Zen) en todos los equipos con los que se involucra, parece haber plantado una semilla que por ahora germina en prepararse en silencio, e irse sin que nadie se de cuenta. No es aburrimiento ni timidez: es estrategia.

Publicada en Revista Playboy, febrero de 2016.-