Es un típico día en una típica sala de reuniones con una típica mesa larga de un típico edificio corporativo en Boston, Massachusetts. Un joven, pero ya no adolescente, LeBron James sostiene un cheque en su mano. Lo mira y lo piensa, y trata de que sus emociones no lleguen a su cara. Lo acompañan su mamá, Gloria, su mejor amigo, Maverick Carter, y su agente, Aaron Goodwin. Frente a él está Paul Fireman, CEO de Reebok, con una típica jugada de tómalo o déjalo: si LeBron acepta no reunirse ni con Nike ni con Adidas, puede llevarse ese cheque a modo de anticipo en ese mismo momento. La decisión, por supuesto, no es fácil. “Yo era un chico de Akron, Ohio, que había vivido con diecisiete dólares al mes, y ahora tenía un cheque por diez millones. Y que al día siguiente tenía que ir a la escuela”, contó. Pero por alguna extraña razón -con la misma frialdad con la que hoy emboca una pelota clave mientras lo rodean tres jugadores rivales- piensa que así como ahora tiene ese cheque, mañana podría tener otro por el doble. O más. O que quizás el dinero no es lo principal. Gloria, con los ojos llorosos, le pide por favor que acepte. Y LeBron, estoico, dice que no, pero gracias. “Todavía no puedo creer que dejé esos 10 ahí”.
La de LeBron James es la típica historia del chico que nació en la pobreza y, gracias a su destreza como deportista y con mucho esfuerzo, consigue todo lo que se propone; pero quizá sea el modo de James lo que la hace distinta, digna de una película. No son solo las decisiones, son los motivos que lo llevan a tomarlas. Y todas esas elecciones, esos caminos elegidos, tienen origen en su infancia.
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LeBron Raymone James nació el 30 de diciembre de 1984 en Akron, una pequeña ciudad del estado de Ohio. Sus 35 años a veces parecen pocos y a veces parecen muchos: lleva tantos años como jugador profesional que quienes empezaron a mirar la NBA por Michael Jordan lo conocieron como rookie (novato) y hoy lo ven como un veterano, pero uno de esos a los que los años parecen no pasarle factura. Es hoy el jugador de la NBA que más minutos jugó a su edad, por encima de Kobe Bryant, Wilt Chamberlain, Kevin Garnett y Kareem Abdul-Jabbar. Sus 17 temporadas en la NBA no solo hablan de un comienzo precoz, directo desde la secundaria al profesionalismo, sin pasar por la universidad; sino también de la nueva era de los atletas mayores: Roger Federer tiene 38 y sigue siendo un número uno, al igual que Serena Williams. Es probable que, a los 35 y más allá de los números, su reciente temporada en los Lakers haya sido la más significativa de su carrera.
“El chico de Akron”, suele llamarse a sí mismo James. Y de aquella infancia se saben varias cosas: que LeBron fue abandonado por su padre biológico y criado por mamá Gloria, que además de ser madre soltera fue madre adolescente, con 16 años. Se sabe que la familia pasó por muchas mudanzas y, en consecuencia, por muchos colegios, y que LeBron no lograba hacerse de amigos, y que quizá por eso la solución que encontró para pasar el tiempo fue pasar horas y horas sumando tiros en el aro. También, jugando al fútbol americano. Y se sabe que la lucha diaria de Gloria tenía varios frentes abiertos: que su hijo no deje la escuela, mantenerlo lejos de las malas compañías y sostener el hogar como pudiera.
Aun así, LeBron está lejos de odiar a su padre biológico, una persona de la que todavía hoy no se sabe nada. De hecho, le agradece buena parte de su éxito en un diálogo imaginario publicado por la revista GQ: “Papá, no te conozco, no tengo idea de quién sos, pero te debo parte de lo que soy hoy. El combustible que uso es que vos no estés, es parte de la razón por la que crecí para convertirme en quien soy. Es parte de la razón por la que me esfuerzo. Todo esto tal vez no hubiera sucedido si hubiera tenido dos padres, dos hermanas, un perro y una cerca en mi jardín, ¿sabes?”.
Ser una figura paternal no es una cuestión de sangre, y LeBron lo sabe. Cuando estaba en cuarto grado, LeBron conoció a Frank Walker, un entrenador de fútbol americano que después de saber que James se había perdido 82 de los 160 días de clases debido a las constantes mudanzas, habló con mamá Gloria para que su hijo se fuera a vivir con él a su casa hasta que ella pudiera acomodarse. Walker fue quien motivó a LeBron a empezar a jugar al básquet, pero con la condición de que no abandonara la escuela. Frank y Pam, su esposa, lograron que conociera (y adoptase) otro estilo de vida. Durante la semana estaba con los Walkers, y los fines de semana visitaba a su mamá, una rutina que se invirtió una vez que Gloria pudo alquilar un departamento. Habían pasado dos años.
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LeBron cambió y no le teme al cambio. “Tengo una familia, estoy casado, por supuesto que cambié. El problema es de los que no cambian. Los afroamericanos escuchamos mucho eso donde crecemos. ‘Has cambiado’. Y estoy harto de escucharlo como crítica. Porque tratás de mejorar y porque lo lograste. ‘No sos la misma persona que solíamos conocer’. Por supuesto que no lo soy. Estoy tratando de superarme a mí mismo. El cambio no es algo malo”, dijo a GQ.
Tomar decisiones es algo que parece sentarle bien a James. Desde aquel cheque rechazado hasta su actual contrato vitalicio con la marca deportiva sucedieron cosas que solo podían suceder en el plano de la fantasía y el deseo. En la preparatoria deseaba ser jugador, y cuando fue profesional -elegido por los Cleveland Cavaliers para ser un NBA- buscó ganar su primer título. Pero para ello debió cambiar de equipo y encontrar uno más competitivo, como Miami Heat, donde consiguió el primero de sus cuatro anillos de campeón. Pero dos temporadas después -tras ganar otro título (frente a los Spurs de Manu Ginóbili) y cuando Miami ya no le aseguraba el nivel que él pretendía para su equipo- LeBron volvió a Cleveland, donde jugó cuatro finales (2015 a 2018) frente a Golden State Warriors, en las cuales logró otro anillo. Quedaba claro que ganar una de cuatro no era lo que James esperaba, y buscó un equipo que le asegurase su objetivo. Con Los Angeles Lakers pasó un primer año para el olvido (ni siquiera se clasificó para los playoffs), pero tuvo revancha en las recientes finales disputadas en la burbuja de Orlando (4-2 a Miami Heat).
En el estadístico mundo de la NBA, los números de LeBron James pueden resultar sorprendentes, abrumadores y hasta aburridos. Sus 2,06 metros de altura y sus 113 kilos no alcanzan para describir su poderío físico ni su manera de moverse. Sus porcentajes de tiros de campo, tiros libres, triples, asistencias, rebotes, robos y bloqueos apenas cuantifican su versatilidad, esa que hace que pueda jugar en casi cualquier posición dentro de la cancha. Y sus logros personales -en cantidad de puntos, como novato del año, como integrante del primer equipo de la NBA y como MVP (Jugador más valioso) de la liga, entre otros- parecen ítems de un CV que no llega a describir lo que James puede y sabe hacer dentro de la cancha. Su mentalidad y su determinación no pueden medirse.
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Cuando una carrera deportiva se convierte en un negocio multimillonario, muchos deportistas tratan de ser complacientes y de no molestar con sus acciones o sus dichos. Alguna vez, cuando Michael Jordan fue consultado sobre su apoyo a Harvey Gantt, un candidato demócrata al senado por Carolina del Norte, pronunció una de sus frases más famosas (en privado, es cierto, pero que trascendió) y que marcaron su aparente falta de compromiso político: “Los republicanos también compran zapatillas”. LeBron, en cambio, hizo todo lo contrario. Desde el primer día en el que se conoció la noticia del asesinato de George Floyd en Mineápolis, James no solo tomó posición en contra del racismo, la desigualdad y la brutalidad policial: se convirtió en un amplificador de otros hechos similares. Si alguien no estaba muy al tanto de los problemas raciales de los Estados Unidos, LeBron se encargaría de que lo sepa. Su fama como jugador, hombre de negocios y cara visible de múltiples marcas, fue clave en una de las causas políticas más resonantes de este 2020: el movimiento #BlackLivesMatter lo tuvo como uno de sus principales impulsores, tanto que en ocasiones da la sensación (errónea o no) de que la NBA y las marcas eligen seguirlo a él, y no él a ellas.
Para las últimas elecciones presidenciales, fue por más. Su primer objetivo: hacer crecer el número de votantes negros. Según un estudio del Joint Center for Political and Economic Studies & Pew Research Center, desde 1964 el 82% de los afroamericanos han votado a los candidatos del Partido Demócrata. La cuestión era que más gente de su comunidad participara de la elección, al mismo tiempo de recuperar a los desencantados por la figura de Joe Biden (jóvenes de 18 a 29 años). Mostrarse con remeras con la inscripción VOTE -usadas de manera estratégica en su llegada a los estadios o durante el precalentamiento, justo cuando los fotógrafos disparan sus megapixeles contra él- no era suficiente. A través de un grupo de artistas y atletas llamado More Than a Vote, James promovió la participación y el compromiso político. Lo hizo a través de charlas con Barack Obama, entre otros, y del reclutamiento de voluntarios con antecedentes penales. Desde junio, More Than a Vote sumó a 40 mil trabajadores electorales. LeBron explicó su militancia: “Es durísimo, porque no lo creen. No creen que su voto o que sus voces importen. Pero ahí es donde está mi energía, en seguir impulsando a mi comunidad, en continuar haciéndoles saber que ellos son el futuro, son la razón por la que habrá un cambio”.
No son pocos los que, después de un 2020 más activo que nunca, le auguran un futuro político. Hizo público su apoyo a Joe Biden y Kamala Harris, sin ser un patrocinador oficial de su campaña. Y el miércoles 4 de este mes, con los resultados y las emociones cambiando minuto a minuto, escribió en sus redes (@KingJames): “Debido a que todos ustedes se presentaron y se presentaron, los votos negros serán contados y determinarán esta elección”. Con los resultados más ajustados todavía, continuó: “¡Los votantes negros de Detroit, Milwaukee, Atlanta y Filadelfia hicieron la maldita cosa! Y por la maldita cosa me refiero a salvar a este país de sí mismo”.
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James no tiene reparos a la hora de mostrarse en Instagram leyendo a Malcolm X o con imágenes del abolicionista Frederick Douglass, al mismo tiempo que exhibe su costado fashion killer, con el que vende sus productos y explota su imagen de deportista-empresa. Se puede ser militante, pero con estilo. “Tiene una mente hecha para el dinero -dice el multimillonario Warren Buffett, amigo y una especie de consejero de inversiones de James-. Es sólido, la fama no se le subió a la cabeza y hay que darle crédito por eso”, y agrega: “Cuando él habla acerca de su responsabilidad con su comunidad, no se refiere a hacer caridad, aunque también hay algo de eso. Su responsabilidad es para con aquellos a los que les dicen ‘vos cambiaste’ como algo malo”. Otra vez el cambio. “Tengo que decirle a la gente que cambiar no está mal, que yo no soy un gurú del éxito, pero que sí soy un ejemplo que puede ser utilizado”, dice James.
Días después de negarse a recibir el cheque por 10 millones de dólares, en 2003, LeBron firmó contrato con Nike por -dicen- 90 millones de dólares. Más de lo que ganaron Jordan, Shaquille O’Neal, Allen Iverson y Kobe Bryant juntos; cinco campeones de liga, All Stars y jugadores más valiosos. Y todo, sin siquiera haber jugado un solo segundo en la NBA. El argumento era que él sería el próximo Jordan, aunque LeBron sabía que quería ser algo más que un deportista. Como Muhammad Alí, tal vez.
Cuatro años más tarde, ya millonario pero sin haber ganado ningún título, se hizo un tatuaje en el antebrazo derecho: 330, el código de área de Akron.
Publicada en La Nación Revista, noviembre de 2020.-